Ruinas


A Joaquín Sabina

Me fue inevitable detenerme en sus ojos prófugos de la ansiedad, y de los objetivos: adentrarse en ellos era caminar en un valle barrido por un huracán, vacío pero lleno de ruinas. Frente a ella olvidé los ojos tristes que buscaba desde que mi padre murió, que eran para mi cuentas de rosario de su funeral; comprendí cuando la vi que los ojos tristes buscan que los mires, y a los que realmente sufren les vale tres pesos…. – Le debe parecer que estoy obsesionado con este tema, pero es que los que hemos sufrido celamos el dolor como al ser amado. Compañía al fin es el dolor.

- ¿Sabe? La cosa ya me obsesionaba antes de que papá muriera, recuerdo que cuando salía a trabajar a las seis de la mañana y la fría Bogotá había amanecido envuelta en llovizna me gustaba buscar personas que no bajaban la cabeza, ojos que no se entrecerrasen ante la lluvia, que mas bien se abrieran buscando en cada gota el tornillo que se le zafó a Dios. Claro, usted me mira así porque no se ha fijado, pero no, no es que le esté hablando en enredado, en realidad mi idiotez da a veces en ser poeta, es tonto, pero si lo mira bien solo estoy intentando justificarme, crear paraísos para que usted entienda mi manzana.

Ella no es así, ella ve las gotas y se lava en ellas porque sabe que son gotas, y que lavan, que refrescan y dan gozo; yo la encontré mientras, bebido, lloraba mirando los charcos; su tacón sonó en el adoquín, y mis ojos se presentaron a su sostén, que debajo de su blusa mojada resaltaba sus senos redentores, a su silueta que no era la de las princesas de Rubén Darío; a su silueta que incitaba mas bien a gritarle como en un poema, un párrafo imprescindible e innecesario del Sádico Marqués.

Fue ella la que se me acercó, sonriendo, y mirándome a los ojos secó mis lágrimas de una bofetada; sus carcajadas seguían el compás de sus pies que ya llegaban al final de la cuadra cuando yo empecé a seguirla. – Imagine mi temblor y desconcierto, es que mis lágrimas debían regarse en el pavimento, solitarias; yo, el único, solo yo, debía consolar para no ser consolado; acérquese, escuche, esto no debe decirse en voz alta, ¡esa noche ella debía seguirme, ella, la gran diosa, debía seguirme! Pero no, ya nunca más va a estar escrito de ese modo. Corrí tras ella varias cuadras, bajo la lluvia, hasta que el cigarrillo dijo basta, las carcajadas nos impidieron presentarnos y caminamos hasta que quise que la lluvia amainara; solo en ese momento miramos en donde estábamos, habíamos dejado atrás el Chorro de Quevedo y nos encontrábamos en la diecinueve, debajito de la séptima, - ¿Otro de guaro? Claro, eso de hablar a palo seco es muy bravo. Varios pordioseros, ladrones la mayoría, miraban con asombro nuestro paso tranquilo sin atreverse a robarnos. María. Me dijo. Extendiéndome una sonrisa. Cristóbal, deberíamos subir a la séptima, acá pueden robarnos. Tranquilo, a mí jamás me roban.
A mí siempre. Por eso, la balanza se equilibra y ahora todo depende del azar.

Bajamos hasta la décima y caminamos con la mirada en Urano durante cinco minutos más, las putas y los borracho nos servían de escoltas ahora, abracé su talle que veía como el de las palmas de Arabia, pero lo sentí como el de un clavel apunto de romperse, entonces me percaté de su jean descaderado, de su blusa barata, del rojo intenso de su colorete, y de sus ojos grandes y perdidos. Me dio un beso entonces, el primero, el que selló mi nueva alianza. Sonriendo desapareció entre una puerta de luces de neón. Treinta y tre­s años tenía la noche en que ella me salvó, ja, ja, y yo jamás fui el Maestro, ni el profeta.

– ni el portero ni el proxeneta. Dijo Gonzalo mientras de una carcajada vació su décima copa anisada. Atrás una voz aguardentosa cantaba “Y nunca le cobró, La Magdalena”.

Ylsen.

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