EL BAILE EN EL SUR

Atravesando el Mar Caribe, que no recibía aún ese nombre, el barco más ágil de la flota bucanera de Sir Francis Drake deja una estela imponente que marca la dirección en la que se perdió Cartagena en el horizonte. En cubierta el bong del tambor casi no se escucha, opacado por el rítmico andar de los remos sobre las aguas y por el resoplar de los bucaneros.

Por una pequeña escalera que alcanza a completar una vuelta en su ascenso de caracol, se llega al camarote más importante del barco: Lady Marien se mira al espejo, mientras el vaivén del buque cepilla su cabello, llevando el pulso que marcan, los remos, sobre las ondas de la mar. Lady Marien está desnuda, colgados y bamboleantes sus vestidos.

En la proa y desalojado de su camarote por la dignidad y los honores que se le deben a Lady Marien, Sir Francis Drake descansa en el dormitorio del segundo de a bordo. Sobre la mesa caen y suben las cartas del bridge mientras él, el segundo, y el contramaestre se miran y no se miran. Un ambiente pesado a más de salino se suspende sobre ellos, y las apuestas van y vienen, van y vienen, sabiendo que no importan.

Fue demasiado fácil, dijo el capitán. Eran muy pocos, dijo el segundo. Eran muy flojos, dijo el contramaestre. Ya no son lo que antes los marinos españoles, francamente idiotas estos últimos, estaban muertos antes de que nos subiéramos. Cagados, dijo el contramaestre y selló, con un contundente golpe del vaso contra la mesa. Las cartas del bridge cayeron y se barajaron. Eran muy pocos, dijo el segundo y repartió. El contramaestre se rebullo un poco en su silla, expiró largamente tabaco y dijo, hay que decidir ya. Se acerca la noche. ¿Qué hay que decidir? Todo está decidido, dijo el capitán. Yo llegué primero al camarote del capitán. Eso es su obligación ¿se está quejando? No es mi obligación traer prisioneras al barco, menos en medio de la bulla, y menos para dejarlas en su camarote. Yo pensaba que usted sabía que la corona agradecerá mucho el regreso de esta mujer, ella no es prisionera, es invitada, huésped hasta puerto seguro. Yo pensaba que usted era pirata y no soldado de corona alguna, los piratas reparten los despojos. Yo creo que debería callarse contramaestre, es sabido cómo se solucionan ese tipo de problemas en un barco, dijo el segundo. A mí no me importa que sea huésped, prisionera, o lo que sea, ni en que puerto se quede, lo que yo sé es que ha sido siempre mi botín lo que traigo al barco, que debí haberla matado, y que aún puedo hacerlo. Las sillas se movieron, los ojos sobre las manos.

Cuando los amotinados saltaron dentro del camarote del segundo, con los sables desenvainados y las pistolas cargadas, lo encontraron tapizado en rojo. El contramaestre descansaba en el tapiz, con un sable clavado en el estomago, el capitán trataba de arrancarse un puñal clavado en su muslo mientras el segundo se apretaba una herida en el costado. Nadie alcanzó a reaccionar. Atados salieron del camarote pasando entre golpes hasta llegar al frente del palo de la mesana en donde anudaron sus cuellos con sendas cuerdas veleras y los subieron al primer trinquete. Ya subidos ahí fue que vieron la sonrisa de Lady Marien, quien se recostaba lánguidamente en la baranda de cubierta. El mar estaba en calma y la sangre del contramaestre caía en gotas.

Lady Marien se sentía bien, una misma astucia para conquistar tres barcos era francamente excesivo. La sonrisa jugueteaba en sus labios cuando dio la orden y el rostro de Sir Francis Drake que la miraba le recordó al triste pirata holandés sin suerte, y al soberbio capitán español. Hay que ver cómo han desmejorado las tripulaciones inglesas, pensó, acá ni siquiera hubo que derramar sangre. Se dio la vuelta y entró al camarote. Atrás ellos colgados y bamboleantes.


Ylsen.

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