Alto. La copa o la muerte.

“Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo,”* fue ese el momento en el que volvimos a perdernos. Intento una y otra vez entender cómo se llega a tener tan mala suerte como para tenerlo y perderlo todo tantas veces en una sola vida.

Llevaba ya tres meses en el hospital cuando ella llegó. No sé cómo le habrán hecho los de servicios médicos para encontrarla, no sé, pero tiendo a echarle más la culpa al universo que a ellos: ya se sabe de su ineficiencia incluso para hacer las cosas que uno no quiere que hagan. La cosa es que no sólo la encontraron sino que, no se bajo que artimañas, la trajeron; desde el primer momento en que la vi trato de explicarme que hace aquí, sin resultado. Claro, la vida me ha demostrado que hay cosas, actitudes, hechos, que simplemente pasan, nadie los explica, y no hay para qué buscarles explicación, miles de veces tuve que aceptar esta verdad de a puño sin lograrlo. No es que me preocupe, las cosas tenían que pasar así y así pasaron, de todas maneras reconstruir lo que me pasa y tratar de explicar lo que nos ha pasado es de las pocas cosas que me mantienen distraído. Cada vez son más aburridos los partidos de futbol.

Siempre he sido un tipo optimista, esa fue la razón por la cual llegué a ser El Máximo de las barras bravas de Millonarios, el más viejo, y el hombre que más tiempo lleva en una barra brava en todo el país. He visto perder a mi equipo durante veinte años seguidos, una y otra vez, todas por mi culpa.
Cuando Millos ganó por última vez la copa yo tenía treinta años y llevaba 18 en los Comandos, lo vi desde las tribunas ganar tres veces consecutivas la copa, 86, 87, y 88; lo vi ganarle al Real Madrid, alcancé a ver los últimos destellos del “Ballet Azul”. Nada de eso vieron los chinos de ahora, por eso salen tan rápido de los Comandos, ya nadie dura más de cinco o siete años: se maman de llorar. Pero yo siempre he sido optimista, cada vez que nos sacaban de las finales salía del estadio con la cabeza baja rodeado por los muchachos que enardecidos bebían, fumaban yerba, y buscaban con quien romperse¸ y yo les decía –Todo bien muchachos, el equipo es bueno, es la mala suerte, pero la camiseta es mágica, van a ver el próximo campeonato…y así. Y los chinos me decían a veces – Que va “Lobo”. Y no volvían, pero siempre había nuevos muchachos al siguiente semestre. La camiseta los llamaba, y cuando a uno lo llama la azul no hay nada que hacer. Yo siempre optimista, gritando con los muchachos.

A veces, antes de que empezara el campeonato, los directivos me llamaban, aunque saben que los odio, y me pedían que le hablara a los nuevos del equipo. Entonces yo me ponía la camiseta con la que ganamos la copa del 88 e iba y les hablaba de lo grande que es el azul, de la gran fiesta que fuera del Nemesio protagonizamos Los Comandos, del gran equipo que debían sacar de la miseria… y los pelaos que sí, que claro, y después ni mierda. Pero yo optimista pa’l siguiente campeonato.

Fue por lo optimista que cuando llegó yo pensé que se había arrepentido y que me había perdonado, o por lo menos que eran sus sentimientos los que la habían traído hasta mi cama: que quería verme por última vez, que quería retirar la maldición para que yo muriera tranquilo, y ella viviera sin culpa. Pensé que se me acercaría como en las novelas (las de televisión o las de bibliotecas, en este caso da lo mismo), y lloraría sobre las sábanas; que entre sollozos entrecortados me pediría que la perdonara, y me diría que durante todos estos años me continuó amando y que en las noches se dormía pensando en mi. Obviamente nada fue de esa manera, menos mal, se hubiera visto ridícula y débil; eso hubiera sido horrible, peor que esto que ahora pasa.

De pronto la trajo solamente la curiosidad, solamente las ganas de verme, de ver como estaba terminado, pero entonces ¿por qué se quedó? Por qué no entró, miró y se fue. No, no fue curiosidad. Cuando entró no hubo dudas, ella sabía a qué venía, no hubo nada que indicara indecisión ni tristeza. Entró y se sentó en una silla que estaba recostada en la pared izquierda, y ahí sentada casi que sin mirarme, apoyando los codos en las rodillas y mirando la pared de enfrente; sin comer, sin dormir, como posando para una escultura sin gracia, se quedó todo el día y toda la noche.

Poco podía hacer yo más que mirarla insistentemente, hasta que me dolían los músculos del rabillo del ojo, intentando hacerle muecas aún sabiendo que era yo sólo el que podía verlas, yo el único testigo imaginario de mi lengua afuera. Me miró varias veces pero, cuando no eran miradas furtivas era como si hubiera un cuadro interesantísimo colgado dos centímetros más arriba de mi cabeza.

El segundo día, a las 5 de la mañana (tengo un reloj al frente de mi cama, y agradezco que esté ahí, es útil para quedarse un poquito más por acá, para darse cuenta de que uno sigue vivo) se levantó y salió por cuatro horas, cuando regresó venía con otra ropa así que supuse que había ido a la casa. Me pregunto donde vivirá ahora mamá, supongo que desde que nos dejamos de ver la vida fue mucho más fácil, y sin el estrés debió de dejar de enfermarse, y sin mis robos debió poder ahorrar y comprar cositas, quien sabe, un carrito, un apartamento.

Cuando llegó vino hacia la cama y tomándome de la espalda me logró sentar ayudado por los cojines, trajo un platón con agua y me mojó la barba y el largo cabello luego, con unas enormes tijeras me cortó la mayor parte de lo que había crecido en estos últimos tres meses. Me cortó las uñas de manos y pies. Se dedicó a la barba y me afeitó cuidadosamente, hasta que mi piel se pareció a la del niño que ella un día amo. Piadosamente me desvistió y con un trapo mojado en agua tibia me lavó cuidadosamente, al terminar me aplicó loción en todo el cuerpo. Era un poco como si me estuviera embalsamando.

Al finalizar la sesión me puso un pijama nuevo, y mientras me ponía sus brazos debajo de mi espalda para volverme a acostar sentí que disimuladamente me abrazaba, que se quedaba un poco más de lo necesario. Entonces se apartó y fue a los pies de la cama y desde allí me miró, como evaluando los resultados. Por un momento pareció contenta, satisfecha, pero, después de algunos segundos frunció el ceño, y en su cara apareció una expresión de profundo desagrado: la misma expresión que tenía el día en que llegué yo a la casa después de haber estado una semana desaparecido celebrando la estrella 13 de Millos, y le admití con desfachatez haberme gastado un millón de pesos que había ella ahorrado durante todo el año.

Fue ese el momento en que se dio cuenta de mi feliz lucidez y no pudo soportarlo. Se dio cuenta que era yo el que le estaba dando la oportunidad de no cargar más con sus palabras, de no cargar con ese grito histérico de aquel día hace más de veintiún años: “Que ojalá ese equipo no vuelva a ganar nada hasta que usted se muera a ver si se le quita la guevonada” se dio cuenta de que era yo el que decidía morirse para que el equipo ganara, y que su llegada era algo fortuito, algo totalmente irrelevante para mi vida o muerte. Me vio al mismo tiempo lúcido y feliz despreciándole la satisfacción de la caridad, me vio al mismo tiempo lúcido y feliz y quiso sentir lo mismo. Debió ser por eso que saltó por la ventana; debió ser por eso, pero bien pudo haber sido por otra cosa.

Ylsen.

* Rubem Fonseca

Comentarios

Entradas populares de este blog

Hemos muerto

Aciago

Teatro de máscaras