BAJO LAS LUCES


Como pasa casi siempre cuando salimos a acampar, a eso de las 12:00 o 1:00 hasta los más farriados dicen –que frío tan arrecho y se meten a las carpas. Sólo los que tiene algo que ganar o perder se quedan mirando al cielo. Emparejados. Al principio la oscuridad se aprovecha y las manos, impulsadas por el frío (por el calor que quema los vientres) se aventuran por los cuerpos y tocan, conocen, y reconocen. Pero, si pasado un rato no aparece el calor del deseo: por rutina, por cansancio, o por nostalgias de otros cuerpos; el tiempo se hace denso y extenso y en el espacio que abre se acomoda el silencio. Para que el silencio no se agrande, y haga de sí un abismo en el que los amantes no puedan encontrarse, las más de las veces la pareja se levanta y se dirige a la carpa, donde tirarán o no tirarán dependiendo de qué tan en serio se tomen el campamento.

Pero nosotros no nos levantábamos, aunque el silencio había sido nuestro huésped desde el principio, no por los besos que no son silencio sino habla de los amantes, sino porque no teníamos nada que decir. No tengo idea de en qué pensaba ella. Si es que en algo pensaba nunca me interesó saberlo y afortunadamente tampoco estaba ella en prestancia de contármelo. Se estaba bien así, sin hablar, sin tocar, con el otro siendo apenas un leve calor entre las piernas. Lo bueno es que el cielo cumplía con su deber de campamento y estaba jardín, y estaba luciente, con su luna hecha estanque de blancas aguas. Daba gusto estar allí sintiéndose lento como el universo. Dos estrellas pequeñas, lejanas, me atrajeron a su ámbito. Su luz de hace tanto, unida con el susurro del viento entre las piedras me recordaron a la abuelita Rosario, el día que, en un repentino ataque de verbo nos contó cómo era que ella había vivido siempre con el hombre de su amor. Que había sido su hermano jugador con barro, su hermano robador de ciclas, su hermano de cama y ducha, su hermano mascador de coca. El único y el primero.

En ése tiempo –decía ella, que en paz descanse– no había todas esas cosas que hay hoy, que no hayan que inventarse. Llegar a casa no era cosa, como ahora, de sentarse frente a la televisión como idiotas. No. Nos sentábamos a comer en la penumbra de las velas, casi siempre una aguapanelita con pancito o arepa. Y mientras comíamos Antonio y yo hablábamos; a veces de los tiempos de antes, en Boyacá, cuando sólo éramos vecinos y de los juegos que jugábamos con los conejos. Nunca de los días de las muertes y los viajes. Casi siempre de lo que nos pasaba en el día, de los otros, de los que me compraban el chorizo en el centro, de los que le compraban algunas hortalizas en la granja, de plata, de problemas. Esto hasta que nos agarraba el sueño y nos levantábamos para ir a la cama.

Ella se arrebujó un poco contra mi tronco y buscó con sus manos mi mano ya olvidada a la derecha de su culo que mucho antes había masajeado. Su gesto pretendía llamar mis manos, mi piel, mis ojos, y yo lo supe, pero ellos seguían absortos y fijos en las dos estrellas del fondo que decían.

El 20 de julio que se inauguró el parque de la independencia Antonio fue a ayudarme, y también a ver los sombreros, las sombrillas, y los vestidos de los ricos que llegarían por allí. Vendimos las arepas rapidísimo, rapaditas, rapaditas, y a eso de las seis nos trepamos a la montaña pa ver mejor lo que pasaba en el parque y cuánta gente había venido. Justo cuando nos sentamos se prendieron las luces y el parque se hizo reflejo del cielo. Antonio tomó mi mano. Ese día supe que Dios nos había unido para siempre.

Estando mis manos tan cerca de sus pechos anduvieron todo el tiempo dibujando sus penumbras y geografías, y provocando la urgente calentura; inevitable teniendo en cuenta también sus manos dibujando su piel sobre mi piel, su piel sobre mi piel, su piel sobre mi piel. Fuimos felices esa noche y no nos volvimos a ver.

Ylsen.

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